martes, 8 de junio de 2010

NO VAMOS POR BUEN CAMINO

EDITORIAL
Cuenta un escritor argentino que en un pueblo de la antigüedad, cuyo nombre ya ha sido olvidado, surgió una vez la necesidad de confeccionar un mapa de su territorio.  Sus habitantes deseaban conocer la extensión de sus dominios y plasmarla de un modo esquemático que les permitiera planear las estrategias de su desarrollo a lo largo del tiempo.  Para ello, el gobierno convocó a los más eruditos y estudiosos de las artes y ciencias y les encargó el trabajo, que les demandaría muchas horas de análisis, debate y sacrificio.  Al cabo de un tiempo, el primer mapa estuvo terminado, y la gente se reunió en la plaza principal para contemplarlo e instruirse, y, por qué no, para agradecer a su gobierno por la iniciativa, puesto que contribuía con la educación y podía aplicarse para mejorar las actividades de esa pequeña sociedad.
Sin embargo, a pesar de que la necesidad había sido satisfecha y de que verdaderamente se habían alcanzado los objetivos para satisfacerla en su justa medida, los gobernantes exigieron que se continuara profundizando en la investigación.  Entonces el cónclave de sabios, ahora integrado por expertos de tierras más lejanas y cultores de otras disciplinas más diversas, debió reunirse nuevamente, esta vez para confeccionar un mapa a una escala mayor, más detallado en sus relieves y terminaciones, más preciso en cada una de las particularidades de su geografía física y política.  Después de varias semanas de arduo trabajo, el trabajo estuvo listo y los estudiosos presentaron un nuevo mapa ante la población.  Se realizó una pomposísima ceremonia, a la que fueron invitados representantes de todos los pueblos vecinos y también muchos de pueblos muy lejanos.  Pero, si bien el nuevo mapa era cien veces mayor y más perfecto que el primero, el entusiasmo duró lo que el acto de presentación.  A pesar de que el objetivo de conocer mejor el terreno había sido cumplido y había reportado avances en determinadas áreas que reportaron progreso, como el comercio y la vialidad, las necesidades básicas de la gente habían pasado a un segundo plano, y para colmo de males el gobierno se empecinó en continuar el mapa aun si ya resultaba absolutamente inútil y extremadamente costoso.  Fueron otra vez convocados los sabios, a los que se sumaron otros expertos venidos desde las tierras más remotas de lo que por entonces era el mundo conocido, y se cuadruplicó el monto de los impuestos para poder llevar a cabo una empresa que el gobierno consideraba la herramienta más importante para el avance del pueblo y su posicionamiento como líder y envidia de toda la región.  Al cabo de varios meses, casi todos los ciudadanos habían perdido el interés en el proyecto, debido a que sus necesidades más urgentes habían sido descuidadas: para cuando el mapa fue terminado, abundaba la peste y la amargura.  Muchas personas debieron abandonar el pueblo y otras debieron conformarse con protestar y peticionar en vano.  El costo del proyecto había ascendido a cifras astronómicas, pero al gobierno sólo le importó lanzar con pompa el primer mapa del mundo que reproducía exactamente la escala de la realidad: los sabios habían logrado crear un mapa que coincidía en cada mínimo detalle con cada esquina, con cada árbol, con cada piedra.  Claro, a la presentación de tal extravagancia asistieron apenas diez personas.
El cuento culmina diciendo que, desde aquel momento, la ciencia y todo su rigor dejó de existir en aquel pueblo.
Como vecinos nos inquieta que quienes gobiernan La Falda estén más ocupados en construir una fantasía de ciudad que en recorrer otras calles que no sean las del casco céntrico, aunque no más fuere para saber que hay otra realidad.  No se puede, ni se debe gastar cinco millones de pesos cuando hay tantos chicos y madres que dependen de los comedores para subsistir con lo mínimo, cuando hay tantas familias que no tienen vivienda propia, cuando las dificultades laborales hacen imperiosa la implementación de alternativas que no solucionan el problema de fondo (o se omiten por sostener prácticas clientelistas), cuando una atención eficiente en el Hospital Municipal (el que, a propósito, ya debería tener su terapia intensiva, o su tomógrafo, su ambulancia, o al menos su esquema organizado de atención) puede volverse una verdadera utopía.  Lo que ocurre es que el sentido común tiene un precio que, lamentablemente, no está contemplado en el presupuesto de la municipalidad.
Parece muy sencillo entender las prioridades de la ciudad en la que uno desea vivir.  Y en realidad lo es, no nos engañemos ni caigamos en trampas inútiles.  Oponerse al progreso es necedad caprichosa.  Pero oponerse a las necesidades concretas y actuales de los ciudadanos es incumplimiento del mandato delegado por el voto.
Desde hace más de doscientos años se vienen discutiendo las prioridades del pueblo argentino: ha llegado el momento de verlas en el día a día, con cada paso que damos a nuestro alrededor… ha llegado el momento de dejar de dibujar mapas inútiles, procuremos, en cambio, que cada faldense tenga todos los lápices que necesite para dibujar lo que realmente le importa.