lunes, 29 de marzo de 2010

REFLEXIONES SOBRE LA ÉTICA PÚBLICA

EDITORIAL

Comencemos por la idea de que cualquier reflexión sobre la ética en el cumplimiento de las funciones públicas integra un espiral inacabable de incertidumbres, descréditos y fastidios. Y a la vez, debido a su tan arraigado fracaso en estos tiempos de absoluta decadencia moral, sigue siendo la primera luz de esperanza a la hora de pensar en la superación de las políticas cómodas y egoístas que vician el compromiso cívico de las personas en sus cargos.

Recordemos que el Código Nacional de Ética Pública enmarca instructivamente los lineamientos de conducta de los funcionarios, a riesgo consciente de que lo ideal siempre se divorcia de lo real, e inconsciente de que, en virtud de la desidia a la que la historia política de nuestro país nos ha llevado, ninguna persona, aun sumida en la más finamente manipulada ignorancia, desconoce que su aplicación es nula y jamás se efectúa en beneficio de lo que realmente importa: la gente que con su voto legitima la posición pública de la otra gente.

Tengamos presente ahora los nombres o los rostros de los funcionarios públicos más cercanos a nosotros. Recordemos alguna que otra feliz aparición en la pantalla de tevé o en la radio, o en las páginas del semanario local. Pensemos en la mucha o poca influencia que han tenido en nuestras vidas diarias y pequeñas, omitiendo por ahora si contaron con nuestro apoyo electoral o si los legitimó la soberanía popular de la democracia. Imaginemos cómo responden internamente ante las consecuencias de sus actos, si es que se detienen en algún momento a hacerlo. Y, por último, preguntémonos si el esfuerzo que realizamos al concentrarnos en todo ello realmente vale la pena al final del día, cuando resulta que no había turnos en el hospital hasta dentro de dos meses, cuando tuvimos que viajar en remís para cumplir con las obligaciones diarias porque el colectivo no pasa cerca y está lloviendo lo que no llueve cuando hace falta, cuando nos avisan un sábado a la madrugada que otra vez nuestros hijos se vieron involucrados en incidentes por alcohol en los boliches, cuando no podemos confiar en que los chicos lleguen a clases si no hay un transporte que los lleve hasta la Pampa de Olaen, cuando se acumula la basura de días en la puerta de nuestras casas y en lugar de aumentar las frecuencias de recolección aumentan las multas y los impuestos, cuando ni aun hartos de todo lo que detestamos de La Falda, nos quedamos exclusivamente por el sentimiento de pertenencia hasta que se hace imposible conseguir un trabajo digno para mantener un nivel de vida básico, y caemos en las trampas de aquéllos en quienes pensábamos antes por confiar, como corresponde, que responderían éticamente a la legitimidad que les otorgan los votos.

Asociemos, entonces, nombres y caras con las cualidades y requisitos que el Código marca para el ejercicio de la función pública: aptitud, capacitación, legalidad, evaluación, veracidad, discreción, transparencia, declaración jurada patrimonial y financiera, obediencia, independencia de criterio, equidad, igualdad de trato, ejercicio adecuado del cargo, uso adecuado de los bienes del estado, uso adecuado del tiempo de trabajo, colaboración, uso de información, obligación de denunciar, dignidad y decoro, honor, tolerancia, equilibrio. El artículo 36 claramente expresa: “El funcionario público no debe (…) solicitar, solicitar, aceptar o admitir dinero, dádivas, beneficios, regalos, favores, promesas u otras ventajas (…), o para hacer, retardar o dejar de hacer tareas relativas a sus funciones, (…) para hacer valer su influencia ante otro funcionario público, a fin de que éste haga, retarde o deje de hacer tareas relativas a sus funciones…”. El capítulo segundo impide a los funcionarios las siguientes prácticas: aceptar situaciones o mantener relaciones que entren en conflicto con el cumplimiento de sus deberes de funcionario; designar parientes o amigos en la repartición a su cargo; acumular cargos, entre otras. Y quizás lo más significativo para que la historia deje de avanzar sobre las ruedas del fracaso por agotamiento y hartazgo, es que el Código también dispone las sanciones para los funcionarios que no cumplan con los principios de la ética pública: son pasibles de la aplicación de las penas previstas en el Régimen Jurídico Básico de la Función Pública, para lo cual el artículo 48 dispone que “los responsables de cada jurisdicción o entidad, de oficio o a requerimiento de la Oficina Nacional de Ética Pública, deben instruir sumario o poner en funcionamiento los mecanismos necesarios para deslindar las responsabilidades que en cada caso correspondan, con intervención de los servicios jurídicos respectivos”.

Los acontecimientos de estas últimas semanas que levantaron tanta polvareda en el Concejo Deliberante y en la sociedad faldense son un ejemplo más de este funcionamiento macabro que ya nos resulta inexorablemente imposible de desmantelar, pero lo triste es que no por la falta de voluntad de los votantes, sino por un conocimiento desesperanzado de la conducta humana, en especial de la raza política y judicial. No desconozcamos las trampas con que juega la dirigencia; no pretendamos ingenuamente aplicar el sentido común cuando las reglas del juego están a la vista de todos los miopes y de los que se cansaron de regalar anteojos en vano: a los que se ausentan sin justificación válida, a los que dejan sin quórum un debate en que los principales perjudicados no son el intendente o el jefe de inspección sino los pibes que salen a divertirse por la noche literalmente descontrolada de La Falda, a los que mienten y no les importa… a ellos les caben sanciones administrativas y económicas, pero más que otra cosa le corresponde el repudio de cada uno de nosotros.

Nos vienen bien las palabras de Charly ilustrando la relación entre culpa y responsabilidad: imaginemos a los dinosaurios en la cama, total sabemos qué les pasa a los dinosaurios después.